Cuando los edificios se derrumban

Me despierto con un sobresalto. No es raro en Nueva York. En el infinito catálogo de sonidos de esta bulliciosa ciudad, hay un mar de posibles despertadores. Los cláxones, las sirenas, los chillidos de los niños caminando a la escuela, los vecinos tirando envases de vidrio al bote del reciclaje, y los portazos, son el pan de cada día en mi edificio. Pero hoy me despertó un sonido nuevo. Hoy me despertó una explosión.

Me quedo inmóvil en mi cama sin saber qué me despertó, esperando a ver si el sonido se repite, en parte para determinar su procedencia, y en parte para saber si esta mañana la ciudad me va a dejar dormir más o no. Me vuelvo a quedar dormida, pero no por mucho tiempo. Un sueño después escucho sirenas, pero mi imaginación logra hilar los sonidos con la historia que se desenvuelve en mi sueño. Un helicóptero volando muy bajo y muy cerca finalmente me arranca definitivamente de mi almohada. Miro mi móvil. Una llamada perdida y una decena de emails parecidos: “¿Estás bien? Dicen las noticias que explotó un edificio en tu barrio.” Contesto el primero, a mi familia: “Me acabo de despertar y estoy bien, pero estoy escuchando helicópteros y sirenas.” Abro mi ordenador y busco la noticia: “East Harlem Building Collapse.” Me ducho en tiempo récord y subo al techo de mi edificio.

Un par de vecinos, dos chicos, observan el macabro espectáculo recargados contra el borde de la terraza: dos helicópteros parecen escoltar a un lado y otro la nube de humo que se erige entre ellos. Camiones de bomberos, ambulancias y patrullas tapizan las calles. Rescatistas caminan y corren como hormigas. “Hi”, me dice uno de los chicos justo después de tomar un trago de un termo (de café, supongo). Le regreso el saludo y me quedo hipnotizada como ellos viendo el humo que crece y desprende un olor ceniciento. A los pocos segundos los chicos se despiden y me quedo sola contemplando el desastre. ¿Y ahora? ¿Qué se hace en estos casos? ¿Sigo con mi día como si nada? ¿Desayuno, leo los artículos que tengo que leer, y me voy a clase? ¿O me quedo mirando? ¿Me acerco a Park Avenue? ¿Llamo a alguien, tomo una foto, escribo lo que veo? Al final decido empezar por contestar todos los mensajes que me preguntan si estoy bien y bajo al lobby del edificio, en donde M., el portero, está sentado con los hombros gachos.

“¿Te acuerdas de esa chica, G.? ¿La chica policía con la piel trigueña que suele pasearse por aquí? Vivía en uno de los edificios que se colapsó. Hacía meses que se quejaba de que de vez en cuando olía a gas en su casa. Desde el verano pasado se quejaba del olor. Decía que se quería cambiar de apartamento, que estaba buscando otro sitio. Los periódicos dicen que no había manera de prevenir esto, pero hace meses que se quejaban los vecinos.” La mirada de M. está fija en el piso.

“¿Estás seguro de que estaba dentro del edificio?”

“Sí, es una de las personas que ha muerto. Lo han confirmado sus compañeros. Su madre, que también vivía con ella, está herida de gravedad.”

“¿Vivían solas?”

“No. Ella tiene un hijo de 14 años. El niño estaba en la escuela. Bueno, sigue estando en la escuela. No creo que sepa lo que ha pasado, no creo que alguien le haya avisado.”

¿Cuántas vidas se derrumban junto con dos edificios? ¿Quién le habrá dado a ese niño la noticia? ¿Quién intentará consolarlo? ¿Cómo se habrá despedido de su madre y su abuela por la mañana? ¿Dónde estará durmiendo esta noche? ¿Quién le comprará ropa para reemplazar la que ha desaparecido? ¿Conservará alguna foto de su madre, o se habrá perdido todo junto con su casa y su infancia? ¿Qué le quedará en esa mochila con la que seguro fue a la escuela?

En las calles del barrio no se habla de otra cosa. Todos hablamos con todos, da igual si el otro es amigo, vecino, desconocido, bombero o extraterrestre. Hasta los policías, que normalmente se mantienen al margen de la vida del barrio que vigilan, se mezclan con los vecinos por las calles. No hablamos para obtener la última información. Más bien hablamos para acompañarnos, para cerciorarnos de que no somos nosotros los muertos, para curarnos del escalofriante pensamiento de que nos habría podido pasar a nosotros.

Una vez en el metro y lejos del barrio, sin embargo, veo que nadie habla del asunto. Es un día como cualquier otro en Manhattan, porque en realidad todos los días son así. Todos los días se derrumban vidas como edificios. Unos agonizan mientras otros se toman un café para empezar el día.

En el metro un bebé se ríe a carcajadas de las caras bobalicones que le hace su madre antes de acabar quedándose dormido con el gesto congelado en una sonrisa. Su madre lo arrulla entre sus brazos y lo mira divertida. Incomprensiblemente, sus sonrisas me humedecen los ojos; los ojos que no se humedecieron esta mañana al ser testigos de la tragedia de mis vecinos de 1644 y 1646 Park Avenue.

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Qué solos estamos los vivos

Te equivocas, Bécquer. No son los muertos quienes se quedan solos. La soledad es cosa de vivos.

El muerto muerto está ya en otra parte. Los más afortunados desaparecen sin más, dejando vacío el sarcófago, vacías las cenizas, ajenos por igual a la soledad y la compañía. Los demás, o están todo menos solos (ahí están los amigos, la abuela, las mascotas, los sueños), o están medio vivos. Infierno paraíso o bardo, seguro que acabas en el mismo lugar que tus amigos. Los desafortunados vuelven al principio; vuelta otra vez a vivir, empezando por acostumbrarse a los calcetines y los pañales (en el mejor de los casos).

La soledad se queda con los vivos, siempre. Cualquiera sabe dónde encontrarla. Merodea por debajo de los puentes, pasea por las calles vacías, le gusta la lluvia. Deambula por arriba de los puentes, recorre las calles repletas de gente, busca el sol. Está en el desierto multitudinario de México D.F., en el gentío inhóspito de Nueva York, en la muchedumbre ensimismada de París. Visita a los enfermos de vida y a los enfermos de muerte. Está en el amor y el desamor, entre padres e hijos, entre hermanos y amigos, entre el cielo y el suelo. Se cuela entre los labios de cada beso, entre ladrillo y ladrillo, entre la ropa y el cuerpo. Es tan ubicua que no deja cabida a un antónimo digno, pues pocas veces hiere tanto como cuando se está en compañía.

Qué solos estamos los vivos.

Solo el hombre ciego que vi esta mañana, angustiado, dando tumbos por los pasillos laberínticos del metro. Sola la niña que me mira desde su habitación en un hospital. Solo el novio en su despedida de soltero. Sola la madre con el nido vacío que costó una vida construir. Sola la mujer que vela, en una jaula, por su marido enfermo desde hace tres décadas. Solo el pintor que aceptó un trabajo de dibujante por llevar una vida sabia y sólo él sabe lo que habría podido ser. Solo el hombre de negocios con sus responsabilidades a cuestas, con los contratos, con las decisiones turbias, con las demandas y las nóminas. Solo el que nunca debería de haber tenido una familia. Sola la mujer que se sabe engañada. Solos los médicos con los fantasmas de sus pacientes. Solos los abogados, solas las artistas, solos los sociólogos, solas las historiadoras, solos los arquitectos. Solos los que perciben frío en los cuerpos calientes, las que experimentan la soledad al cuadrado en la cama. Solos los bebés con sus cólicos, solos los niños con su miedo a dormir, solos los adolescentes que van creciendo asimétricamente, solos los jóvenes que se miran a los ojos de un lado al otro de la almohada y se van desconociendo, solos los adultos que pierden sus sueños, solos los viejos olvidados, con la vida ya a sus espaldas, con su sabiduría llena de polvo y sus dolores de rodilla. Solos los homosexuales que rara vez pueden ser ellos mismos en familia, solos los heterosexuales con la falsa impresión de ser heterosexuales, solos los bisexuales que son mirados con incredulidad. Solos los hombres por lo que son incapaces de sentir, solas las mujeres por lo que callan, solos los medio-hombres y las medio-mujeres por lo que esconden y por lo que muestran. Solos los solteros que se creen más solos que otros, solos los emparejados que sueñan con esa otra persona con quien estarían menos solos, solos los que echan de menos a aquel con quien solían compartir la soledad. Solos todos con nuestros secretos, nuestros complejos, nuestras decisiones irreparables. Solos todos con nuestros recuerdos que nadie recuerda, con nuestros gustos que nadie comparte. Solo el que se cree acompañado, solo el que se sabe solo.

Menos mal que la soledad sólo habita en la vida secundaria. Menos mal que en esa otra vida, la vida de verdad, se está a salvo. Porque la vida real está en los libros. Menos mal las letras. Cada palabra que se escribe y se lee constituye un centímetro y un minuto ganado al vacío, a la nada, a la oscuridad, a la soledad. Las letras son el único remedio contra el sueño que acecha por las noches—ese sueño lúgubre que con un lengüetazo me ata los pies y va tragándome poco a poco, atrayéndome a esa penumbra en la que me acabo por hundir.

Menos mal las letras. Menos mal Bécquer, aunque se equivoque.

luchacontralanada copia

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Nueva York: una ciudad compleja

Nueva York: una ciudad compleja

Colores de Nueva York

Colores de Nueva York

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Miradas (des)iguales

miradasdesiguales

Dibujo a lápiz por Carissa Véliz

Adam y Kevin son hermanos. Viven en un barrio de buen nivel en Brooklyn. Casi nada los distingue de otros chicos del barrio. Entre semana van a la misma escuela, por las tardes ven la televisión y andan en bicicleta como todo el mundo. Los domingos, como todos los demás chicos de su cuadra, cortan el césped de enfrente de su casa. Es algo así como una tradición de barrio. Pero a ellos—y sólo a ellos—los vecinos sin hijos que de casualidad pasan por ahí les preguntan cuánto suelen cobrar por cortar el césped de las casas.

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Angelina Jolie y la paranoia del cáncer

CANCERPARANOIA

Sin duda el reciente artículo de Angelina Jolie, My Medical Choice (Mi Decisión Médica), en el que relata sus razones para someterse a una doble mastectomía preventiva, es un artículo valiente.  La mujer que en el 2009 fue votada como la más bella del mundo en la revista Vanity Fair desafía las ideas más tradicionales sobre feminidad y belleza afirmando que no se siente menos mujer después de su operación, y que su decisión de ninguna manera ha disminuido su feminidad.  La actriz planea, además, quitarse los ovarios, también para prevenir un posible cáncer. Estas declaraciones sin duda otorgan un nivel de dignidad muy bienvenido y merecido a las muchas mujeres que han tenido que recurrir a mastectomías o extirpación de ovarios y que se han sentido de alguna manera disminuidas en su condición de mujer por ello. Angelina Jolie también mencionó el apoyo incondicional de su marido, Brad Pitt, poniendo así un ejemplo a los hombres para que estén a la altura de las circunstancias (en medio de una cultura que idealiza de sobremanera los pechos femeninos), y haciendo énfasis en que este tipo de experiencias pueden unir a las parejas. Otro aspecto positivo del artículo de Jolie es que da a conocer la posibilidad de examinarse para determinar si uno tiene el gen BRCA, si bien muchas personas no pueden permitirse el coste de dicho estudio.

Pero el artículo de Jolie no sólo puede tener efectos positivos. Toda moneda tiene dos lados. Si bien el título de su artículo sugiere que la decisión de Jolie es una personal, pone un ejemplo para mujeres que temen tener cáncer que contribuye a la ya preocupante paranoia con el cáncer, y en particular con el cáncer de mama. En gran medida por razones comerciales—como deja claro el documental Pink Ribbons, Inc.—el cáncer de mama, con su lazo rosa y sus caminatas por la causa, ha tenido una publicidad desmedida. Es una industria que mueve millones de dólares, y detrás del rosa hay muchas empresas que se han beneficiado enormemente de esta estrategia de marketing. Si bien las campañas han ayudado a quitar el estigma del cáncer de mama, el lado más oscuro de la sobreexposición publicitaria es el pánico al que da lugar. Los estudios de psicología dejan claro que calculamos las probabilidades de que algo nos suceda en base a qué tan accesible lo tenemos en la memoria (a este sesgo cognitivo se le llama heurística de disponibilidad). En otras palabras, el tener el cáncer de mama siempre presente, gracias a las campañas publicitarias, hace que nos parezca un futuro más probable. Esto ha llevado a que muchas mujeres tengan respuestas exageradas a los riesgos reales. El internet no siempre ayuda para tener más perspectiva. Una receta excelente para pasar una tarde de pesadilla es meterse a buscar en internet algún síntoma que uno pueda tener. En seguida saldrán las peores enfermedades imaginables, y aunque la probabilidad de esa enfermedad sea reducida, la carga emocional del riesgo (las fotografías atemorizantes, las historias trágicas, la frecuencia con que hayamos escuchado sobre la enfermedad en las noticias, etc.) hace que sobrevaloremos la probabilidad de que tengamos la enfermedad más grave de la lista. ¿El resultado? Miles (quizás cientos de miles) de personas al año se someten a tratamientos innecesarios que en una cruel ironía en sí mismos presentan riesgos importantes a la salud. (Mi impresión es que los sobretratamientos son aún más comunes en países como Estados Unidos, en donde la medicina privada y los intereses comerciales marcan el paso.)

Por ejemplo, en el caso del cáncer de mama, muchas mujeres son diagnosticadas con carcinomas ductales in situ o carcinomas lobulares in situ. Aproximadamente una cuarta parte de los nuevos casos de cáncer de mama caen bajo estos diagnósticos. Según Peggy Orenstein, en su artículo en el New York Times, entre el 50 y el 80 por ciento de estos cánceres permanecerían en su sitio (de ahí el nombre in situ) y por lo tanto no amenazarían nunca la vida de la paciente. Pero como no hay manera de saber si estos cánceres van transformarse en invasivos, todos ellos se tratan como si fueran potencialmente letales. Según la especialista Laura Esserman, esto necesita cambiar, porque los tumores in situ no son más que un factor de riesgo más. Para muchas de estas lesiones, la probabilidad de que se convierta en un cáncer invasivo en los próximos 10 años es sólo del 5% (lo equivalente al riesgo promedio de una mujer de 62 años). Es como si operáramos del corazón a todas las personas que tienen el colesterol alto. (Aunque es verdad que la tolerancia al riesgo es una cuestión subjetiva, y para muchas personas un riesgo del 5% es suficiente para querer someterse a un tratamiento preventivo.)

Mi temor es que artículos como el de Jolie contribuyan a sobrevalorar los riesgos del cáncer y a subestimar los riesgos que conllevan los tratamientos innecesarios y la paranoia. Todas las intervenciones médicas conllevan riesgos y efectos secundarios. Al quitarse los ovarios, por ejemplo, Jolie tendrá los efectos de una menopausia temprana, teniendo por ello que someterse a terapias hormonales que han sido asociadas a un riesgo más alto de cáncer. El mismo estrés de pensar que uno puede tener cáncer puede hacer que nuestro sistema inmune se debilite y nuestra calidad de vida en cuanto a bienestar psicológico pueda ser tan baja como si de hecho hubiéramos tenido cáncer.

Por último, es importante pensar que el cáncer no es una sola enfermedad. A veces me parece que el cáncer ha sido objeto de una reificación que lo hace parecer como un monstruo gigante e inevitable. Lo que es gigante e inevitable es la muerte. Y hay mil y una maneras de morir. La medicina ha identificado, de momento, más de 200 tipos de cánceres. Y sólo un 0.8% de las muertes a nivel mundial en el 2008 fueron causadas por cáncer de mama. Con ello no quiero en absoluto minimizar el sufrimiento por el que pasan las víctimas de cáncer de mama. Desafortunadamente, como todo el mundo, yo también tengo gente cercana que ha pasado por ello o está pasando por ello, y yo también comparto los miedos del resto de la población; pero siempre que haya una noticia o un tema que acapare tanta atención mediática, viene bien tratar de poner las cosas en perspectiva. Tampoco creo que Jolie haya hecho una mala decisión al operarse (su situación es muy particular), o que no tendría que haber escrito ese artículo; mi objetivo ha sido ofrecer otra perspectiva, ni mejor ni peor, sólo diferente, crítica. A final de cuentas cada quién tiene que medir los riesgos, decidir con qué tipo de probabilidades puede una/o vivir tranquila/o, y actuar en consecuencia. Las decisiones sobre la salud son todas muy difíciles, muy personales, y muy respetables.

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